En el debate político contemporáneo, hemos sido testigos de un fenómeno que no solo resulta intelectualmente deshonesto, sino que, además, denota una profunda ignorancia histórica y conceptual: la utilización del término «fascismo» por parte de líderes de izquierda para referirse a políticas libertarias o de derecha.
Esta distorsión no es accidental ni inocente; forma parte de una estrategia de desprestigio cuyo objetivo es demonizar a los adversarios políticos mediante la asociación con un término históricamente infame.
Orígenes etimológicos e históricos del fascismo
Para comprender la magnitud de esta manipulación, es esencial regresar a la raíz del concepto. «Fascismo» proviene del italiano fascio, que significa «haz» o «fuerza unida». Surgió como una ideología en la Italia de Benito Mussolini durante la década de 1920, caracterizándose por un fuerte estatismo, corporativismo económico, nacionalismo extremo y una supresión brutal de la disidencia.
A esto se suman el control estatal de la economía, la militarización de la sociedad y el rechazo al individualismo propio de las democracias liberales y el capitalismo de libre mercado.
Resulta paradójico, entonces, que aquellos que defienden economías intervenidas, un Estado omnipresente y la censura de opiniones disidentes sean precisamente quienes se apresuran a calificar de «fascistas» a sus opositores, que muchas veces representan posiciones más afines a la libertad individual y al mercado abierto. La contradicción es flagrante y revela una intencionalidad política más que una base argumentativa válida.

El uso propagandístico del término
La instrumentalización de «fascismo» por parte de la izquierda no es nueva. Desde la Guerra Fría, diversas corrientes de pensamiento marxista han intentado equiparar el liberalismo económico con el autoritarismo, tergiversando el verdadero significado del fascismo. Intelectuales como George Orwell ya advertían sobre el vaciamiento semántico de la palabra, alertando que su uso indiscriminado la convertiría en una mera herramienta propagandística.
Líderes políticos de izquierda recurren a esta falacia con el fin de polarizar el debate y evitar una discusión seria sobre sus propias fallas. En lugar de contrastar ideas con fundamentos sólidos, optan por etiquetas que apelan a las emociones y al miedo irracional. Este mecanismo retórico no solo empobrece el debate público, sino que además desinforma y menosprecia la inteligencia de la sociedad, tratándola como incapaz de diferenciar realidades históricas.
La tergiversación y sus consecuencias
Más allá del simple mal uso de un término, esta estrategia tiene repercusiones profundas. En primer lugar, banaliza el verdadero significado del fascismo, minimizando su impacto histórico y reduciéndolo a un insulto político vacío.
En segundo lugar, impide la posibilidad de un diálogo real y una confrontación de ideas basada en la razón y la evidencia. Y finalmente, demuestra la falta de rigor intelectual de quienes, en su afán por desacreditar a sus rivales, caen en errores conceptuales que los exponen como ignorantes o, peor aún, como manipuladores sin escrúpulos.
El necesario rescate del lenguaje y la verdad
Es imperativo que se ponga un alto a esta deformación del lenguaje. La política y el debate de ideas no pueden basarse en falacias, tergiversaciones y etiquetas vacías. Quienes emplean el término «fascismo» para desacreditar a sus adversarios, sin conocimiento ni sustento histórico, no solo exhiben su desconocimiento, sino que contribuyen a un clima de polarización artificial que nubla el verdadero problema: la falta de ideas y propuestas sólidas, entre otro tipo de actos peligrosos y perjudiciales para toda la sociedad.
Defender la precisión en el lenguaje no es un capricho académico; es una necesidad para el pensamiento crítico y la honestidad intelectual. No se puede permitir que el debate político sea secuestrado por la ignorancia y la desinformación. La sociedad tiene derecho a la verdad, y es responsabilidad de todos exigirla y defenderla.