Los 6 relatos donde Julio Cortázar hizo del tiempo un juego imposible

En la obra de Julio Cortázar, el tiempo no fluye: se desdobla, se interrumpe, se repite o se confunde con el sueño. Su narrativa no obedece al reloj, sino al vértigo interior de la conciencia. Cada cuento es un laboratorio donde el autor somete al tiempo a un experimento estético, obligándolo a revelar su naturaleza elástica.

A diferencia de otros narradores de su generación, Cortázar no busca representar la realidad: la reorganiza. Para él, el tiempo no es una sucesión de hechos, sino un espacio donde coexisten lo visible y lo oculto. Lo que llamamos “instante” puede contener una eternidad; lo cotidiano, una grieta por donde se filtra otro plano.

Estos seis relatos revelan cómo Cortázar convirtió el tiempo en una forma de pensamiento. En ellos, la frontera entre pasado, presente y sueño se vuelve permeable, y el lector participa de un juego que lo descoloca y lo despierta.

La noche boca arriba: el sueño que despierta a la vigilia

En este cuento, un hombre moderno sufre un accidente de motocicleta y despierta en un hospital. Durante su convalecencia, sueña que es un indígena perseguido en una guerra ritual. Poco a poco, los planos se confunden hasta que el sueño se impone sobre la realidad.

Cortázar usa la alternancia entre las dos épocas —la ciudad contemporánea y la selva precolombina— para invertir la lógica temporal: lo que parecía sueño resulta ser la verdadera vigilia. El tiempo, que antes daba seguridad, se transforma en una trampa.

El relato no se sostiene en el misterio, sino en la precisión con que el autor disuelve las fronteras entre percepción y existencia. A medida que avanza la lectura, los límites entre el lector y la historia se desdibujan, hasta que ambos parecen compartir el mismo espacio narrativo.

Final del juego: el instante detenido en la memoria

Tres niñas juegan junto a las vías del tren. Su pasatiempo consiste en representar escenas para los pasajeros que las observan desde los vagones. Un día, un joven que las mira siempre desde la ventanilla les envía una carta. Ese pequeño hecho basta para alterar el equilibrio del juego.

Aquí, el tiempo se detiene en la delicadeza de la infancia y en el instante que la separa de la pérdida. El relato no se construye sobre un evento dramático, sino sobre la conciencia del cambio. El “final del juego” no es un desenlace: es la irrupción del tiempo real en un espacio imaginario.

Cortázar captura el momento exacto en que la inocencia deja de ser posible. El tiempo se condensa en una mirada, en una carta, en un gesto que no vuelve. Lo efímero se vuelve eterno, como si el recuerdo fuera una forma secreta de inmortalidad.

El perseguidor: la música del tiempo interior

Inspirado en la figura del saxofonista Charlie Parker, este cuento es una exploración de la conciencia temporal en estado de desorden. Johnny Carter, el protagonista, vive en una percepción distinta del tiempo: las horas se dilatan, los recuerdos se mezclan con el presente, y el sonido del jazz se convierte en su manera de habitar el mundo.

Cortázar hace del ritmo narrativo un reflejo del ritmo vital de su personaje. La música no ilustra la historia: la construye. En la improvisación, Johnny busca atrapar un instante absoluto, un presente puro que no se divida en antes ni después.

El tiempo se convierte aquí en experiencia mística. “Estoy fuera del tiempo”, dice Johnny, y esa frase resume toda su tragedia: comprender la infinitud desde un cuerpo que envejece. En ese desajuste entre percepción y cronología se revela el conflicto humano esencial: el deseo de eternidad dentro del límite.

Continuidad de los parques: la simultaneidad de la ficción y la realidad

En apenas dos páginas, Cortázar logra una de las paradojas más memorables de la narrativa moderna. Un hombre lee una novela en su sillón favorito. A medida que avanza la lectura, los límites entre el lector y el relato se borran.

Con precisión de relojero, Cortázar pliega el tiempo literario sobre sí mismo. Lo que estaba separado —lectura y acción— se vuelve simultáneo. El tiempo de la ficción se introduce en el tiempo real y ambos colapsan en un solo instante.

El cuento demuestra que leer no es una actividad pasiva: es abrir una puerta donde el tiempo del texto puede irrumpir en el nuestro. Cortázar convierte la lectura en un acto peligroso, capaz de alterar la realidad que creíamos estable.

Casa tomada: el pasado que se adueña del presente

Un hermano y una hermana habitan una vieja casa familiar. De pronto, comienzan a oír ruidos en las habitaciones del fondo. Sin explicación alguna, deciden abandonar poco a poco los espacios hasta quedarse fuera, con las llaves en la mano.

Aquí, el tiempo se manifiesta como una invasión lenta y silenciosa. Lo que irrumpe en la casa no es un fantasma, sino el pasado mismo, ese que avanza sin rostro y desaloja el presente. Cada puerta cerrada representa una porción de vida que se pierde.

El relato funciona como una alegoría del despojo interior: el tiempo no destruye de golpe, va ocupando los lugares que dejamos vacíos. La resignación de los protagonistas ante lo inevitable transforma el miedo en aceptación. En esa calma hay algo profundamente kafkiano, pero expresado con la elegancia melancólica de Cortázar.

La isla a mediodía: el espejismo del tiempo deseado

Un sobrecargo de avión observa, en cada vuelo, una pequeña isla del mar Egeo. La mira siempre a la misma hora: al mediodía, cuando el sol cae perpendicular sobre el agua. Con el tiempo, su obsesión crece hasta convertirse en deseo de permanecer allí. Finalmente, decide renunciar a su trabajo y viajar a la isla. Cuando llega, muere ahogado.

El relato transforma el anhelo de plenitud en una trampa temporal. El mediodía, repetido durante años desde el avión, se convierte en una imagen fija, en un instante perfecto que no admite movimiento. Al querer habitarlo, el protagonista destruye el equilibrio entre deseo y realidad.

Cortázar sugiere que el tiempo perfecto no puede vivirse: solo contemplarse. La isla, suspendida en la eternidad del mediodía, es el símbolo de esa imposibilidad. Quien intenta detener el tiempo termina absorbido por él.

El juego imposible del tiempo

En los seis relatos, Cortázar somete al tiempo a una paradoja distinta: sueño y vigilia, infancia y pérdida, música y delirio, ficción y realidad, pasado y presente, deseo y muerte. En todos, el orden cronológico se quiebra para revelar un orden más profundo: el de la conciencia que despierta.

Su estilo —económico, limpio, sin ornamentos— no busca deslumbrar, sino mantener el vértigo bajo control. Cortázar demuestra que la literatura puede alterar la percepción del tiempo sin recurrir a artificios. Basta con escuchar cómo una frase se desplaza, cómo un recuerdo interrumpe el presente, cómo un gesto se repite hasta volverse eterno.

El tiempo, en su obra, no se mide en horas ni en calendarios, sino en revelaciones. Cada relato deja al lector frente a un espejo que no refleja el pasado ni el futuro, sino el instante en que comprendemos que todo ocurre al mismo tiempo.

Quizá ahí resida la magia de su escritura: en hacernos sentir que, por un segundo, el tiempo deja de correr y simplemente se abre como una puerta, invitándonos a entrar.

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