Hablar de Julio Ramón Ribeyro (Lima, 1929–1994) es hablar de una ética antes que de una estética. Su obra narrativa —discreta, irónica, de precisión moral— dio voz a una clase de personajes que la literatura latinoamericana solía pasar por alto: los vencidos sin tragedia, los que viven sin épica pero con conciencia.
A diferencia del tono grandilocuente del boom, Ribeyro eligió la escala corta, el detalle doméstico, la historia que pasa inadvertida y que, sin embargo, condensa la vida entera. Su territorio es el de la derrota lúcida, pero no amarga: una forma de inteligencia que observa, entiende y no juzga.
La lucidez del perdedor y la dignidad de lo mínimo
El cuento fue su espacio natural. Desde Los geniecillos dominicales hasta sus Cuentos completos, el peruano construyó un universo donde lo banal adquiere resonancia ética. Para adentrarse en su mundo basta con cinco relatos que revelan su arte de narrar con humildad y exactitud, y que muestran cómo la literatura puede ser una mirada universal sobre la condición humana.
Los gallinazos sin plumas: la infancia como frontera moral
Publicado en Los gallinazos sin plumas (1955), este cuento se ha convertido en una de las piezas más emblemáticas de la narrativa urbana peruana. La historia se desarrolla en los márgenes de Lima, donde dos niños sobreviven recogiendo desperdicios.
Ribeyro evita el sentimentalismo y la denuncia directa. En lugar de subrayar la miseria, se concentra en la percepción infantil del peligro y la dignidad. La mirada de los niños no juzga; simplemente registra. Esa distancia del autor frente al drama convierte la historia en una reflexión sobre la violencia estructural que se vuelve rutina.
El relato marcó el tono de su obra posterior: una escritura que no busca heroísmo, sino comprensión. Lo esencial no está en el hecho, sino en el modo en que la mirada lo sostiene sin complacencia.
La insignia: el poder como farsa
En La palabra del mudo, Ribeyro incluye La insignia, una parábola sobre la vanidad y la obediencia. Un hombre común recibe una condecoración sin saber exactamente por qué. A partir de entonces, su vida cambia: todos lo respetan, él se comporta distinto, y el objeto se convierte en una especie de identidad portátil.
El relato funciona como una autopsia del prestigio. La insignia no significa nada, pero su posesión altera la realidad social. Ribeyro desmonta con elegancia el mecanismo del poder simbólico: basta un gesto de reconocimiento para que alguien se transforme ante los demás.
Sin ironía cruel, el cuento muestra cómo la sociedad prefiere el brillo al mérito, y cómo la identidad puede reducirse a un objeto insignificante. Esa sutileza moral —nunca moralista— es uno de los rasgos más altos de su narrativa.
Los moribundos: la muerte sin drama
Los moribundos, incluido en Las botellas y los hombres (1964), es un cuento de apariencia sencilla: un grupo de vecinos observa cómo un anciano enfermo se apaga lentamente. Nada espectacular ocurre; lo esencial es la actitud de los otros frente a la muerte ajena.
Ribeyro convierte la cotidianeidad en espejo moral. No busca emoción, sino comprensión del gesto humano mínimo: la indiferencia, el miedo, la incomodidad ante lo inevitable. En su prosa contenida, la muerte se vuelve un hecho doméstico, sin solemnidad ni consuelo.
Este relato demuestra su habilidad para escribir desde la periferia de lo importante, donde la grandeza y la miseria se confunden. La escena final —sin necesidad de énfasis— deja al lector frente a una pregunta más amplia: cómo convivir con la fragilidad sin recurrir a la mentira del heroísmo.
Doblaje: la identidad y sus imitaciones
Entre los cuentos más notables de Los geniecillos dominicales, Doblaje explora el deseo de ser otro. Un hombre común imita el estilo y los gestos de un amigo más exitoso, intentando apropiarse de su carisma y de su suerte. Pero el intento se vuelve un ejercicio de pérdida.
El tema del doble —frecuente en la literatura moderna— aquí se reduce a una escala realista y cotidiana. Ribeyro no habla de desdoblamientos fantásticos, sino de imitaciones sociales: la máscara que adoptamos para sobrevivir en un entorno que premia la apariencia.
Con tono sobrio y sin moraleja, el cuento revela la tensión entre autenticidad y adaptación. En su mundo, ser uno mismo no es virtud ni heroísmo: es una tarea precaria en medio de presiones invisibles.
El banquete: la elegancia de la derrota
Este relato, publicado en Los geniecillos dominicales y ampliamente estudiado, encarna la ironía más refinada de Ribeyro. Un hombre humilde organiza un banquete para impresionar al presidente con la esperanza de obtener un favor político. Todo está planeado con esmero, pero el resultado no coincide con sus expectativas.
Sin recurrir al grotesco ni a la parodia, Ribeyro construye un retrato del optimismo ingenuo y del fracaso social con una elegancia que recuerda a Flaubert o Maupassant. El humor leve, la observación minuciosa y el desenlace contenido componen un ejemplo perfecto de su estilo: ironía sin crueldad, compasión sin sentimentalismo.
El cuento trasciende su contexto político y se convierte en una alegoría del deseo de reconocimiento. En la figura del protagonista se condensa un rasgo universal: la esperanza de ser visto, aunque sea por un instante, por quienes deciden el destino de los demás.
La mirada de Ribeyro
Los cinco relatos muestran las coordenadas éticas de toda su narrativa: modestia formal, precisión moral, y ternura sin concesión. En ellos, Lima aparece como una ciudad moral antes que geográfica: un escenario donde los gestos humanos —una mirada, una espera, una palabra mal dicha— definen el sentido de la vida.
Ribeyro evitó el exhibicionismo del sufrimiento. Su pesimismo era una forma de lucidez: sabía que los grandes cambios rara vez llegan, pero que la dignidad persiste en los gestos pequeños. Cada uno de estos cuentos revela una zona de la experiencia moderna —la pobreza, la vanidad, la identidad, la muerte, el fracaso— sin caer en el dogma ni en la autocompasión.
Su obra enseña que la literatura no necesita ser grandilocuente para ser profunda. En una época saturada de voces que gritan, Ribeyro eligió el tono bajo, el que obliga al lector a acercarse para escuchar.
Descubrirlo hoy es redescubrir una lección de estilo y de ética: que la grandeza no reside en vencer, sino en mirar con lucidez y escribir con compasión.
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